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Romanticismo, Arte del.

Denominado también como movimiento, revuelta o revolución romántica y pese a la dificultad de determinar tal concepto, el Romanticismo como corriente artística se presenta dentro de un fenómeno histórico e intelectual que predominó en la cultura occidental durante gran parte de la primera mitad del siglo XIX, alcanzando su mayor apogeo en el segundo cuarto de la centuria. No obstante y aunque el punto de partida de esta corriente puede situarse en torno a 1800, coincidiendo con los ideales revolucionarios napoleónicos, los postulados de la nueva conciencia estética se gestan ya en las últimas décadas del siglo XVIII, tanto en la producción de numerosos artistas, como en las reflexiones literarias y filosóficas del contexto europeo (Young en Inglaterra, Rousseau y Diderot en Francia o el movimiento Sturm und Drang en Alemania, por ejemplo). De ahí la compleja delimitación que supone diferenciar el incipiente movimiento romántico con la corriente coetánea neoclásica, máxime en artistas y artífices que participaron de ambas estéticas.

Como ocurre en otros muchos estilos, el término de romanticismo tuvo una connotación peyorativa en principio, ligado a los vocablos de romanesco, en contraposición a clásico, y unido a la idea de una composición literaria, como roman. Tradicionalmente se señalan dos acontecimientos claves para situar el origen del Romanticismo. Por un lado la Revolución Francesa, un hecho que finaliza con el Ancien Régime, encamina el estado burgués y acelera los conceptos históricos de la civilización contemporánea. Por otro lado, la filosofía de Immanuel Kant (1724-1804) decisiva en la configuración del movimiento al argumentar la incapacidad y la limitación del entendimiento humano. En sus trabajos de estética y cercano al pensamiento neoclásico Kant estableció la categoría de lo sublime, una belleza oscura y grandiosa, que recogerán los románticos para rechazar los conceptos de serenidad y equilibrio de la belleza clásica y, con ello, oponerse a la rigida normatividad neoclásica.

En este sentido y dado que los primeros pensadores estaban vinculados a la Ilustración, el Romanticismo germinó de algunos de los modelos y postulados del Neoclasicismo, irradiando principalmente por Gran Bretaña, Francia y Alemania sin un proceso lineal o contínuo, invirtiendo los preceptos del racionalismo y propugnando una auténtica subversión de los valores culturales establecidos a lo largo del siglo XVIII. Sin embargo, fue en este siglo de las Luces cuando se detectan los primeros síntomas claros de la liberalización de las normas clásicas que darán lugar, en las artes visuales, a una gran variedad de lenguajes románticos. Frente a las verdades inmutables y los valores intemporales y universales de la estética neoclásica, el artista romántico prefirió volcar su experiencia vital, sus emociones y su carga expresiva en la obra de arte, de forma más individualista, espontánea y apasionada.

Según estos criterios y como señala Hugh Honour, la característica esencial y definitoria del Romanticismo fue el valor que alcanza la sensibilidad y la autenticidad emotiva del artista, como cualidades capaces de dar validez a su obra. Ahora bien, es innegable que los ideales de libertad del artista romántico iban parejos a toda una serie de transformaciones en la profesión y en el público, como en la aparición de un nuevo mercado y de una crítica de arte, casi tal y como hoy los entendemos.

Liberados del mecenazgo tradicional, es decir de la Iglesia y la Monarquía, que de antaño imponía las exigencias de la obra o contrato, los artistas tuvieron que buscarse un nuevo público y un lugar para exponer, los Salones, donde poder mostrar su individualismo, su sensibilidad, su peculiar sinceridad y su libertad personal, libre de normas y convenciones. De ahí, la nueva concepción del genio excéntrico y anticonformista. Liberados también de la temática grandilocuente inherente al Antiguo Regimen, los artistas buscaron nuevos temas, cada vez más alejados de las retóricas tradicionales. Así, el interés por el pasado de la historia, en especial por el arte y la literatura medievales se acrecienta a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII y encuentra su espaldarazo definitivo con la publicación en 1802 de El Genio del Cristianismo de Chateaubriand.

Tal interés se convirtió en un campo ilimitado de ensayos y experiencias tanto en las artes plásticas como en la arquitectura, con fuerte incidencia en el gótico, una modalidad neo que llegó a adquirir connotaciones religiosas, nacionalistas y políticas. Ello implicaba, evidentemente, un claro debilitamiento de las teorías clásicas y de la normativa vitruviana, pero a la vez un interés científico, erudito y arqueológico por aquel oscuro periodo medieval. La admiración y la nostalgia por la Edad Media comportaba de la misma forma un renacer de la religiosidad que se tradujo en la visión sublime e idealizada de la cristiandad. Junto a esta espiritualidad, los ojos de los artistas románticos también se dirigieron hacia el mundo oriental y los lugares exóticos e, interiormente, hacia los ámbitos legendarios y misteriosos, esotéricos y oníricos, en honor al nuevo valor concedido a la imaginación creadora, nuevos planos para el acto estético que tendrán una extraordinaria resonancia en la cultura contemporánea. Artistas como Francisco de Goya (1746-1828), Henry Fuseli (1741-1825) o William Blake (1757-1827) se adentraron, a finales del siglo XVIII, en lo que se ha denominado el lado oscuro del Siglo de las Luces, es decir, en la otra cara de la moneda del racionalismo a través del inconsciente y de las facetas imaginativas más sorprendentes y terroríficas, creando una iconografía simbólica muy particular en cada pintor.

William Blake.

Pero el verdadero enfrentamiento con la tradición surgió de forma pionera en la pintura de paisaje, considerada hasta entonces como un género menor. Fue la nueva manera de entender la naturaleza uno de los más claros postulados del individualismo y la conciencia romántica. Rompiendo con la estructura escenográfica del paisaje arcádico para buscar una plasmación fiel y científica del natural, el artista acabará fijándose ante todo en la naturaleza abrupta y en continuo cambio, en sus aspectos más sorprendentes, fantásticos e infinitos, y por tanto sublimes, o bien en su faceta más intimista y placentera, para expresar siempre una reacción individual y emocional.

Turner. El Gran Canal de Venecia.

En Inglaterra encontramos el nuevo modo de sentir y entender la naturaleza y las primeras rupturas con las fórmulas naturalistas del racionalismo a través de las teorías de A. Cozens (1717-1786), autor de un tratado sobre composiciones paisajistas, y de la obra de J. Constable (1776- 1837) y W. Turner (1775-1851), los más destacados paisajistas del romanticismo británico e interesados en reflejar las variadas emociones y estímulos de una naturaleza violenta y en transformación, con sus cielos ilimitados y turbulentos, repletos de luces, sombras y claridades y una utilización técnica abocetada y suelta que llega hasta la disolución en Turner o la pura descripción en el caso de Constable.

Paisaje. Constable. Inglaterra.

Junto a ellos destacan otros grandes maestros en Alemania, como Ph. Otto Runge (1777- 1810) y, sobre todo, G. D. Friedrich (1774-1840), figuras que reflejan a la perfección la idea del paisaje romántico del Norte de Europa y, con ello, el drama romántico de la relación del hombre con la Naturaleza, es decir, el paisaje que el artista ve en su interior a la luz de Dios, cargado de emociones espirituales y religiosas.

En Francia y con París como foco artístico más importante de Europa, el romanticismo pictórico adquirió unas características propias y muy originales al quedar sometido a la ideología marcada por los consecutivos acontecimientos revolucionarios de la primera mitad de la centuria. La temática romántica aparece en artistas procedentes del taller de David, el gran pintor neoclásico. Testigos de las sucesivas convulsiones revolucionarias, cifraron su pintura preferentemente en el género histórico. El primer discípulo que se independizó de las tradiciones fue J.A. Ingres (1780-1867) que, a pesar de su perfección clasicista, optó por una serie de temas sensuales y versiones orientalistas, palpables en sus conocidas odaliscas y bañistas, cuyas anatomías presentan una excéntrica libertad. Otro pintor del taller de David fue A. J. Gros (1771-1835) responsable de toda la serie de imágenes que ensalzaron las gestas de Napoleón.

Napoleón Bonaparte en el puente de Arcole (fragmento). Gros. Francia.

Sin embargo, fueron T. Géricault (1791-1824) y su continuador E. Delacroix (1798-1863) los máximos exponentes del rumbo que toma el lenguaje romántico. Como respuesta a la perfección del dibujo de los neoclásicos y de Ingres, abogaron por una defensa del color y una manera de pintar más libre en la técnica y frente al repertorio heroico anterior defendieron y asumieron la libertad en los temas y el compromiso político en la pintura de historia. La balsa de la Medusa de Géricault, de 1819, puede ser considerada la primera obra plenamente romántica de la pintura francesa; rememora un acontecimiento coetáneo, el trágico hundimiento de una fragata francesa en 1816 y en la que tan sólo se salvaron quince personas en una balsa tras días de una supervivencia de angustia y muerte, hecho que conmocionó a los franceses y al pintor, documentándose como un auténtico reportero para proporcionar una composición que acabó siendo una alegoría del trágico fin y del sufrimiento del hombre corriente, y una metáfora de la crisis política por la que atravesaba Francia con la monarquía restaurada tras Napoleón.

Su seguidor, Delacroix, prefirió una temática donde la imaginación sobrepasara la autenticidad del acontecimiento real, como se aprecia en La masacre de Quíos, un drama bélico inserto en un espléndido paisaje que alude a otro hecho coetáneo, la guerra de liberación de los griegos por entonces bajo el dominio turco, o La muerte de Sardanápolo, tema igualmente trágico pero de origen literario. Pero fue La Libertad guiando al pueblo, expuesta en el Salón de 1831, la obra que mejor expresa la particular visión política de un artista y el reflejo de la idea romántica de libertad. En ella Delacroix refirió la Revolución de Julio en Paris y consiguió una perfecta fusión entre imaginación o alegoría y realismo. Como otros muchos pintores de la primera mitad del siglo XIX, viajó a otros países, escapando de la realidad cotidiana para extraer una ambientación temática y una factura renovada; conoció España y llegó a Marruecos y Argelia, lugares que teñirán de exotismo y ensoñación su obra, dando lugar a un género orientalista que tendrá una extraordinaria continuidad en el segundo tercio del siglo. Mientras que en la pintura el movimiento romántico tuvo una incidencia trascendental, no ocurrió lo mismo en la escultura. De hecho, su influencia resulta contradictoria al haber quedado excluida muchas veces de la definición de Romanticismo. Por un lado, durante los primeros decenios del siglo XIX los escultores siguieron operando dentro de la fría factura del neoclasicismo, bajo el influjo de A. Canova, por otro lado la historiografía ha cuestionado la existencia de una escultura romántica, cuando esta llega a aparecer, por la falta de un lenguaje propio, lenguaje que quedó al amparo de cualidades pictóricas y la selección de una temática más literaria y separada del heroismo clásico, a la vez que se imponía con un nuevo vigor los monumentos funerarios y la estatuaria monumental para los espacios públicos.

En Alemania surgió un foco escultórico importante en Berlín, con Godofredo Schadow (1767-1850) y Christian Daniel Rauch (1777-1857) a la cabeza. Escultores como Pierre Jean David D'Angers (1788-1856) o Antonio Agustín Préault (1809-1879) en Francia fueron los primeros en independizarse de los encargos tradicionales de los grandes mecenas para esculpir a una escala más pequeña e interesarse por los asuntos historicistas, la sensualidad y la plasmación de las pasiones humanas. Tambien se dieron escultores con un claro compromiso político, como François Rude (1784-1855), autor de los relieves del Arco de Triunfo de L'Etoile en París, uno de los cuales es la conocida Partida de los voluntarios de 1792 o La Marsellesa, una pieza de profundo barroquismo y verdadero emblema revolucionario. En lo que se refiere a la arquitectura, la versión romántica quedó cifrada en el retorno a los estilos del pasado --en un primer momento según criterios librescos y emotivos --, particularmente en los de la Edad Media y en especial en el gótico.

Sin embargo, a lo largo de la centuria se multiplicaron los diferentes estilos, tanto los ligados al Renacimiento, como al Románico, a la antigua Grecia o los de lejanos países del Oriente, una diversificación que tuvo una vía de entrada esencial a través del jardín paisajista que se origina en la Inglaterra del siglo XVIII, una tipología en donde mejor arraigó junto a la pintura la idea de pintoresco, una de las categorías esenciales en las primeras fases del romanticismo. Se levantaron por toda Europa palacios renacentistas, de estilo isabelino o árabe, templos griegos, o iglesias neorrománicas, según la función destinada a los edificios y los acerbos tradicionales o culturales de cada pais, haciendo de estos paralelismos históricos, los revivals o neos, una cuestión más ligada al nacionalismo y al liberalismo político. Por ello, el siglo XIX no consiguió un estilo natural propio y fue el eclecticismo arquitectónico la palabra clave dominante. A ello hay que añadir la serie de transformaciones económicas y sociales del siglo que transformaron la profesión del arquitecto, al cambio y revolución de los materiales constructivos, con la entrada en escena del hierro y el cristal originados por la revolución industrial, y al crecimiento continuo de la ciudad, aumento que exigía nuevas necesidades y equipamientos urbanos. Pero con todo, fue el mérito del gótico el que mejor se ajustó a la nueva estética y el que mejor expresó uno de los parámetros más inherentes del sentimentalismo romántico, la pureza espiritual de la cristiandad.

El neogótico tuvo especial incidencia en aquellos países, como Inglaterra o Alemania, que nunca rompieron con la tradición gótica. Entre los británicos destaca el arquitecto Agustín Welby Pugin (1812-1852) en el renacer del gótico y conviene resaltar la construcción del Parlamento de Londres, iniciado en 1835 y proyectado en uno de los estilos del gótico inglés como reflejo del sentimiento patriótico y de las libertades civiles inglesas. Las mismas intenciones ideológicas las encontramos en los proyectos y en el repertorio ecléctico de uno de los más grandes arquitectos alemanes del siglo, Karl Friedrich Schinkel(1781-1841). Al margen de los ecos sentimentales y la añoranza hacia el gótico, la revitalización de este estilo y el neogótico tuvieron una faceta más racional, pragmática y científica que ayudó a la conclusión y restauración de catedrales, como la terminación de la catedral de Colonia, al conocimiento de escuelas regionales y cronologías, y a la solución de ciertos problemas estructurales, como estudió Eugène Emmanuel Violet-Le Duc (1814-1879), uno de los máximos defensores del estilo neogótico. Este retorno hacia el mundo medieval afectó a todos los ámbitos de las artes plásticas, como el diseño y las industriales o decorativas; pero también en pintura produjo una variante, calificada de estilo trovador, así como un corpus temático de especial interés, extraído de leyendas, de las novelas caballerescas o de la iconografía cristiana. Aunque no se libraron los pintores románticos franceses, destacaron sobre todo el grupo de artistas alemanes afincados en Roma, conocidos como los Nazarenos, una hermandad de pintores fundada por Friedrich Overbeck (1789-1869) y Franz Pforr (1788-18129) e interesados en los estilos de Rafael y de los primitivos de la pintura italiana y alemana.

El romanticismo llegó a otros países meridionales, como Italia o España, traspasando también al mundo norteamericano, pero inicia una dispersión a mediados del siglo con la proliferación de una serie de ismos consecutivos y fugaces que llegan hasta el movimiento moderno. Muchas de las categorías ensalzadas por la estética del Romanticismo y sus diversos lenguajes, con la consiguiente crítica y ruptura de casi todos los criterios tradicionales vigentes desde el Renacimiento, tuvieron en el arte contemporáneo una profunda huella, abriendo y preludiando numerosas tendencias o ismos, como el impresionismo, o anticipando vanguardias, en especial el expresionismo y el surrealismo.

Bibliografía

  • Hugh HONOUR: El Romanticismo, Madrid, Alianza Forma, 1981, [1ªed].

  • Javier ARNALDO: El movimiento romántico, Madrid, Colección Historia del Arte nº39, Historia 16, 1994.

  • Delfín RODRIGUEZ: Del Neoclasicismo al Realismo, Madrid, ed. Historia 16, Colección Conocer el Arte, 1996.

Victoria Soto Caba.

[Arte] Arte del Romanticismo en España.

A diferencia del carácter progresista y radical que la corriente romántica adquiere en países como Francia, Inglaterra o Alemania, en España se presenta con un notable retraso y unas peculiaridades propias.

Resulta difícil delimitar su ámbito cronológico, al pervivir hasta bien entrado el siglo XIX las formas académicas y neoclásicas, al menos durante el período fernandino y parte de la regencia de María Cristina, siendo el reinado de Isabel II el momento romántico por excelencia, aunque la estética y muchos de sus postulados perduraron hasta la Restauración. Por otro lado, la industrialización y el afianzamiento de la burguesía, pilares que sustentaron las directrices ideológicas y visuales del arte romántico, apenas tuvieron fuerza en la España de los dos primeros tercios del siglo. La debilidad de la clase media, la pervivencia de regímenes ligados al absolutismo dieciochesco con posturas reaccionarias y la pobreza de los efímeros momentos revolucionarios dieron lugar a los tres rasgos esenciales del romanticismo hispano, como ha estudiado Javier Hernando: el conservadurismo, la moderación y el eclecticismo, rasgos que enlazan claramente con la política decimonónica dominante. Aunque los más tempranos episodios que marcan el comienzo de una afirmación romántica se sitúan en los debates literarios de los primeros decenios, hay que recordar una serie de precedentes o atisbos renovadores en las últimas décadas del siglo XVIII, coincidentes con la crisis del lenguaje artístico de la Ilustración. Así figuras como Antonio Ponz, J.E Cean Bermúdez o M.G. de Jovellanos representan los primeros acercamientos a la cultura medieval con una tímida valoración hacia el gótico y hacia los monumentos arquitectónicos del pasado histórico.

Retrato de Jovellanos. Goya.

También una nueva concepción en la plástica y en la temática de la obra gráfica y de las pinturas de Francisco de Goya se alejan de las normas académicas y se introducen de lleno dentro de los límites del romanticismo. Pero fue la fiebre periodística y la eclosión de publicaciones de folletos y artículos durante la segunda década del siglo, la vía por donde se introdujeron las primeras formulaciones y debates del pensamiento romántico, claras proyecciones de las influencias extranjeras. Revistas con muy corta vida, como El Europeo, El Artista o El Liceo Artístico y Literario, junto con los dibujantes y grabadores de la ilustración gráfica, divulgaron a finales del reinado de Fernando VII una serie de valores y categorías que, sin llegar al radicalismo francés, sistematizaron la imagen romántica de lo sublime, lo pintoresco o la historia medieval. Sin duda, fue El Artista, en principio con ideología liberal y progresista, la publicación que consiguió una mayor difusión de las formulaciones e imágenes románticas. No obstante, se trata de una imagen que tuvo que convivir con las formas académicas y con el lenguaje neoclásico, una coexistencia bien apreciable en la arquitectura y en la escultura, las facetas artísticas donde mejor se comprueba el rasgo conservador. Bajo la influencia de Juan de Villanueva y de los controles y cánones impuestos por la Academia, actuaron los arquitectos del primer cuarto del siglo, como Silvestre Pérez (1767-1825), Isidro González Velázquez (1765-1829) o Antonio López Aguado (1764-1831), activos en la España napoleónica y fernandina y en la que, tras la Guerra de la Independencia, se produjo una imperiosa necesidad reconstructiva. Junto a las intervenciones urbanas, muchas de ellas consecuencia de las desamortizaciones, y la edificación de una arquitectura eminentemente pública y administrativa, como plazas, ayuntamientos o consejos, sobresalen, en especial durante el período isabelino, las demandas de una serie de tipologías ligadas a las necesidades de la creciente burguesía, como los teatros o las nuevas viviendas urbanas.

La creación, en 1848, de la Escuela de Arquitectura ayudó a la renovación de los planteamientos tradicionales, ya que supuso no sólo una independencia de la anticuada Academia, sino también una mayor libertad creativa que se tradujo en los cambios pedagógicos de la enseñanza de la disciplina, la defensa de las ideas del progreso, la diversificación de las referencias históricas y la orientación de los estudios a través de la interpretación de los estilos. En Madrid Martín López Aguado (1796-1866), arquitecto del Palacio de la Alameda de Osuna, o Narciso Pascual y Colomer (1808-1870), este último responsable del edificio de las Cortes y del Palacio del Marqués de Salamanca, y en Barcelona Josep Oriol Mestres (1815-1895), autor del Teatro del Liceo, son entre otros las figuras que mejor encarnan la evolución hacia la arquitectura de la época del Romanticismo.

La época isabelina fue ante todo un momento de experimentación, esencialmente ecléctica, en defensa de los diferentes estilos. Pero la variedad lingüística quedó ampliada en la siguiente generación de arquitectos, cuando se impuso el resurgir de los modelos medievales y, con ello, la introducción del neogótico en las nuevas basílicas, un revival que acabó convirtiéndose en un ejemplo significativo del arte burgués y nacional. Amén de la influencia literaria, este afán medievalizante venía amparado por una serie de publicaciones, progresivas desde la década de los años 30, que recogían los monumentos históricos más notables de la península, como Recuerdos y bellezas de España, España artística y monumental, Monumentos arquitectónicos de España o, finalmente el Museo Español de Antigüedades, volúmenes ilustrados que marcaron significativamente las obras góticas con un mayor conocimiento y con el consecuente goticismo en las futuras construcciones, como las del Marqués de Cubas (1828-1899), Elías Rogent i Amat (1821-1897), Juan Martorell Montells (1833-1906), Fernando Aparici (1832-1917) o Fernando Arbós (1840-1920), cuyas obras reflejan también la disparidad y mezcla de estilos, con evocaciones románicas, mudéjares o árabes, característica patente desde los últimos años isabelinos. Pero otra consecuencia importante fue el interés por la restauración de las viejas catedrales por parte de los arquitectos medievalistas, como la restauración de la de León a cargo de Juan de Madrazo y Kuntz.

En cuanto a la escultura, fue la entrada del neogótico lo que posibilitó el calificativo de romántica, ya que durante el primer tercio del siglo los escultores, como José Alvárez Cubero (1768- 1827), Damián Campeny (1771-1855) o Antonio Solá (1787-1861), seguían marcados por los ideales canovianos, el gusto severo y el academicismo neoclásico. La retardataria evolución de la escultura se debe a su peculiar y restrictivo mercado, así como a sus dificultades técnicas y materiales. Además de los numerosos monumentos públicos, que fueron traduciendo el nuevo espíritu, deben situarse dentro de la difícil denominación de romanticismo escultórico a José Piquer y Duart (1806-1871), José Grájera (1818-1897), Arturo Mélida (1849-1902) y Venancio Vallmitjana (1828-1919), entre los muchos de una generación posterior que apostó por una temática renovada y el alejamiento del lenguaje y del repertorio del clasicismo.

En cuanto a la pintura, es necesario partir de una referencia a los últimos años y las últimas obras de Goya, desde la Guerra de la Independencia hasta su muerte en 1828 y en el exilio francés. La fuerza expresiva y terrorífica de Los desastres de la Guerra, la iconografía visionaria de sus Pinturas Negras y la técnica abocetada, libre y vanguardista de La lechera de Burdeos fueron, entre otras, obras que, por lógica, abrían los derroteros románticos para la práctica pictórica. Sin embargo, la influencia de Goya apenas es tenuemente visible en los pintores románticos españoles y tuvo que esperar hasta muy avanzado el siglo XIX para que fuera apreciado en toda su intensidad. Con todo, la atención prestada por Goya a los temas costumbristas caló de inmediato en los pintores de comienzos de siglo. Esta representación fiel de las costumbres, que también tuvo su éxito en Francia e Inglaterra, se convirtió en una forma de redescubrir la realidad española. Fue una de las corrientes más acusadas del romanticismo español y la verdadera expresión de lo castizo, iniciándose en Andalucía con Juan Rodríguez Jiménez (1765-1830) y Joaquín Manuel Fernández (1781-1856), todavía dentro de pautas académicas pero con innovadores matices populares. Tipos y costumbres extraídos de la tradición goyesca, recogiendo imágenes trágicas y violentas, se encuentran sobre todo en la obra de los madrileños Leonardo Alenza (1807-1845) y Eugenio Lucas (1824-1870), artistas ya románticos; el primero, considerado como un heredero de Goya, estuvo influido igualmente por los grabados extranjeros, presentando una pintura satírica de fiel cronista y de gran originalidad. Eugenio Lucas imitó la técnica suelta goyesca, pero con una temática crítica y marginal más auténtica, cultivando además los temas exóticos tras su viaje a Marruecos.

Leonardo Alenza: Dibujo. Biblioteca Nacional.

Aparte de estos dos artistas, en el foco sevillano se continuó con este género gracias al interés que José Domínguez Becquer y su hermano Joaquín prestaron a las tradiciones populares con sus tópicos más superficiales, plasmándolas siempre en escenas de carácter amable. El último de la saga, Valeriano Domínguez Becquer (1834- 1870), fue el sintetizador del casticismo y del folclorismo regionalista, con su diversidad, sus costumbres, plasmación de la realidad cotidiana española. También sevillanos e instalados en la corte, fueron José Gutiérrez de la Vega (1805-1865), autor de una pintura de temática religiosa y sentimentalista influida por Murillo, y Antonio María Esquivel (1806-1857), con una producción muy variada, desde escenas costumbristas hasta pintura de historia, pasando por ser un elocuente retratista.

Esquivel: La lectura. Museo del Prado.

Su cuadro Lectura de Zorrilla en el estudio de Esquivel es, sin duda, uno de los testimonios más significativos del ambiente romántico español. El renacer del paisaje, considerado hasta entonces como un género menor, estuvo a cargo de Genaro Pérez Villaamil (1807-1854), un artista que recorrió España acompañando al paisajista inglés David Roberts, en los años de 1832 y 1833, para recoger un muestrario de los monumentos y las vistas de las ciudades españolas, vistas con un gran éxito entre el público británico, pero concebidas dentro de un paisajismo fantástico e imaginativo, componente que se refuerza en las ilustraciones litográficas de Francisco Javier Parcerisa (1803-1875). La renovación del retrato la encontramos en los círculos cortesanos con José de Madrazo (1781-1859), formado en París, en el taller de Ingres, y en Roma; cultivó todos los géneros pero fue, ante todo, el más diestro y elegante retratista de la primera mitad del siglo. Su obra es considerada como un claro ejemplo del gusto oficial, y sus cuadros de asuntos históricos encaminaron la evolución pictórica del romanticismo con la eclosión del género más típico de mediados de la centuria, y que perdurará hasta la restauración: la pintura de historia. La pasión por exaltar un pasado glorioso, fielmente reproducido y que plasmara una conciencia nacionalista, llevó a los pintores a la búsqueda de asuntos tópicos, fueran leyendas literarias o hechos históricos concretos.

Enfermedad de Fernando VII. Madrazo. Palacio Real. Madrid.

Los concursos de las Exposiciones nacionales de Bellas Artes convirtieron el género, que en un principio comportaba determinadas posturas ideológicas, en un arte oficial y falso, una inagotable muestra de temas llenos de teatralidad, exacerbada exaltación y desprestigio. El primero que contribuye al éxito del asunto histórico fue Eduardo Cano de la Peña, seguido de los que se han considerado como los representantes de un primer momento del género, José Casado del Alisal (1832-1886), Vicente Palmaroli (1834-1896) y Antonio Gisbert (1835-1902). Los cuadros de este último encarnan un ideario progresista con obras como Los comuneros en el patíbulo o Los fusilamientos de Torrijos. Contemporáneo fue también Eduardo Rosales (1836-1873), un pintor de corta vida, polifacético y de obra muy variada que enlaza con las nuevas formas naturalistas y prepara la ulterior evolución de la pintura española. Junto a él destaca otro gran pintor del momento, Mariano Fortuny (1838-1874), creador de un lenguaje personal y original, con una plástica abocetada y preciosista, que aplicó a toda clase de temas, desde escenarios africanistas y exóticos hasta motivos y asuntos costumbristas, de gran éxito de público y numerosos continuadores.

Si bien la aportación española al panorama artístico del romanticismo europeo resulta extremadamente pobre, sin apenas influencias o resonancias, es de destacar, sin embargo y como señala F. Calvo Serraller, la imagen de España como tema y tópico en la contribución al movimiento romántico extranjero, una hispanofilia que se gesta en las primeras décadas del siglo XIX con los viajeros y a partir de la Guerra de la Independencia. Viajes realizados por figuras como la del norteamericano W. Irving, en 1828, o los de los británicos G. Borrow, entre 1835 y 1840, y R. Ford, entre 1830 y 1833, por citar algunos de una larga lista, fomentaron a través de sus textos, guías y diarios una imagen folclórica, exótica y pintoresca, en definitiva diferente, que a la postre acabó impregnando la visión de los propios españoles.

Rendición de Bailén. Casado del Alisal. Museo del Prado. Madrid.

A. Gisbert: Los fusilamientos de Torrijos. Museo del Prado.

Presentación de don Juan de Austria a Carlos V en Yuste. Rosales. Mº del Prado. Madrid.

Fortuny: La batalla de Wad-Ras. Museo del Prado.

Bibliografía

  • CALVO SERRALLER, F.- La imagen romántica de España. Arte y arquitectura del siglo XIX. Madrid, Alianza, 1995.

HERNANDO, J.- El pensamiento romántico y el arte en España. Madrid, Cátedra, 1995.

RAFOLS, J.F.- El arte romántico en España. Barcelona, Ed. Juventud, 1954.

Victoria Soto Caba.

Autor

  • Victoria Soto Caba.